20 mayo 2005

Mitos y realidades sobre Benedicto XVI. Primera parte

Artículo del Pbro. Luis-Fernando Valdés López:
Habemus Papam! Y salió, por el balcón de la Basílica de San Pedro, Benedicto XVI, sonriente, saludando a los miles de fieles reunidos en la Plaza de San Pedro. Se presentó a sí mismo, como un «humilde trabajador de la viña del Señor». Esa descripción coincidía perfectamente con el recuerdo que yo guardaba del entonces Cardenal Ratzinger, cuando tuve la oportunidad de conversar unos minutos con él, en enero de 1998, durante un evento académico de la Universidad de Navarra (Pamplona, España).
Y quizá por eso, me contrastaron mucho algunas opiniones bastante duras sobre su persona, que algunos medios de comunicación emitieron desde el momento de su elección como Romano Pontífice. Se le tildó —entre otras acusaciones— de nazi, de intransigente, de reprimir a los teólogos de la liberación. ¿Qué hay de cierto en todo eso? ¿Se trata de acusaciones fundadas en la realidad? ¿O estamos presenciando el nacimiento de los mitos en torno a Benedicto XVI?

¿Pasado nazi?
El primero de los mitos sobre Benedicto XVI es la acusación de que en su juventud militó con los nazis. ¿Qué hay de verdadero en esto? La respuesta la encontramos rápidamente el libro publicado por Joseph Ratzinger en 1997, titulado Mi vida. Recuerdos (1927-1977). Ahí cuenta que en 1943, cuando él tenía 16 años y era ya seminarista, el gobierno de Hitler realizó una leva, y así le tocó ingresar al ejército alemán.
Cuenta que en vista de la creciente carencia de personal militar, los hombres del régimen idearon que los estudiantes utilizaran su tiempo libre en servicio de defensa antiaérea. «Así, el pequeño grupo de seminarista de mi clase —de los nacidos entre 1926 y 1927— fue llamado a los servicios antiaéreos de Munich. Habitábamos en barracones como los soldados regulares, que eran obviamente una minoría, usábamos los mismo uniformes y, en lo esencial, debíamos llevar a cabo los mismos servicios, con la sola diferencia que a nosotros se nos permitía asistir a un número reducido de clases» (p. 43).
Más adelante en 1944, fue asignado a un campamento en Austria, en la frontera con Hungría y la entonces Checoslovaquia. Ahí los oficiales eran «nazis de los primeros tiempos ... fanáticos que nos tiranizaban con violencia» (p. 45). Y cuenta que una noche, ya muy tarde, pusieron a su pelotón en formación. Entonces, «un oficial de la SS nos llamó uno a uno fuera de la fila y trató de inducirnos como “voluntarios” en el cuerpo de la SS, aprovechándose de nuestro cansancio y comprometiéndonos delante del grupo reunido» (p. 46).
Cuando llegó su turno, el joven Ratzinger se negó. «Junto con algunos otros, yo tuve la fortuna de decir que tenía la intención de ser sacerdote católico». La reacción de los oficiales de la SS —ese «cuerpo criminal», lo llama— fue inmediata: «fuimos cubiertos de escarnio e insultos, pero aquellas humillaciones nos supieron a gloria», porque se habían librado de ese enrolamiento falsamente “voluntario” (p. 46).
Como se puede apreciar, lejos de ser un miembro del partido nazi, Joseph Ratzinger fue víctima del nazismo. Y nos ha dejado constancia de su clara oposición a formar parte de ese sistema.